De mi abuela no tengo más recuerdo que moviéndose alrededor del fogón.
Creo que ese ruido particular, el de la leña introducida en el fogón,
entre las cuatro o cinco de la mañana, era el que marcaba el inicio del
día, la hora en que todos despertábamos.
Ahí, en el fogón, había, casi
invariablemente, leche bronca, calabaza en piloncillo, café, combas y
tortillas. Las formas únicas del cielo resplandecían, entre el humo,
para dar forma al rostro de mi abuela y a lo que cocinaba.
Así, sin certezas, pueden llegar los alimentos hasta nuestra memoria.
Basta probar algo que hace años no lo hacíamos, para hacer un registro
incierto de los años pasados, enlazar, digamos, sabores con tiempos que
ni siquiera recordábamos. Cada vez que mi madre viene desde Guerrero,
espero ansioso los alimentos que trae a casa. Son sabores y olores
únicos para mí, reconocibles, a lo cuales estaba habituado y que ahora
implican una falta y hasta un lujo. La preparación de estos alimentos
está íntimamente ligado a elementos de la zona, a ingredientes
particulares de la región e incluso a su temperatura. El uso del horno
de barro, por ejemplo, mantiene una vigencia inalterable para la
elaboración del “pan de vaqueta” o el pan dulce. La razón no puede ser
más que los resultados: este pan sigue tan exquisito y delicado como lo
recuerdo.
A la fecha, cuando viajo a mi pueblo, he visto más de una
ocasión a cuatro hombres —como lo ordena el canon—, con palas en mano
removiendo el piloncillo y la canela y la leche en una cacerola bajo la
leña. El trabajo es extenuante, casi ocho horas, hasta que la leche
queda tan sólida que ya no es posible removerla más. No hay otra forma
de hacer Atole Dulce (Leche dura). En mi región, Tierra Caliente, la permanencia de
las tradiciones culinarias están lejos de obedecer a una risible
mexicanidad o, peor aún, a un mercado turístico porque simplemente no lo
hay. En realidad, el calentano —como nos llaman— no tiene otra
posibilidad más que cocinar lo que cosecha y los animales que cría,
echar mano de los frutos de la región, incluso de hierbas comestibles.
Pero también, por otro lado, guarda un desprecio íntimo por lo que se
come en otros lados o en las grandes ciudades. En constante inmigración,
viaja con toqueres, gorditas dulces, requesón, semillas de calabaza,
tamales de ciruela; desde Estados Unidos piden que les manden un poco de
longaniza. Y en un viaje de ida y vuelta, de tiro aguanta el hambre o
pide nada más el café.