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lunes, 30 de enero de 2017

Una noche por Arcelia

Sintió haber dormido cosa de nada cuando papa Canchano lo sacudió. Había oscuridad en todas partes. Más allá de la ventana, todo negro. Papa Canchano apareció con una veladora tan pequeña como su cara. Debajo de ella, brillaban los ojos. Le alcanzó los pantalones.

Autor:
Roberto Bernal
México, D.F.
19-21 de julio de 2004.

―Ya es hora de irte ―dijo.

Miró la llama de la veladora. Muy roja entre tanta noche. Se talló los ojos lampareados, luego buscó la guayabera pero papa Canchano ya la tenía en la mano.
Se la ofreció con prisa.

―Ándale ―dijo y le puso la guayabera en la mano―. Se hace tarde.

Desayunaron junto a la estufa. Café frío, como sus manos. Papa Canchano estaba muy peinadito, como si fuera a un balie. Pero nada más lo iba acompañar a la carretera.
Papa Canchano bebió de un trago el resto del café.

―Vámonos ―dijo.

Felipe Baza podía ver la nuca y el cabello gris de papa Canchano. Iban uno detrás del otro, por el camino desnudo y pelado a Tlalchapa. Ladridos de perros los acompañaron desde la entrada hasta la salida del pueblo. De la gente, nada. Ni un alma por ningún lado. Después, las botas de papa Canchano resonaron solitarias en la oscuridad. Estaban otra vez en el monte. El camino, blanco, parecía de arena.

Papa Canchano prendió un cigarro. A ratos, cuando aspiraba, la ceniza ardía y con ella, la cara de papa Canchano. Felipe Baza se pegó un poquito más para respirar el humo del tabaco.

―No lo huelas ―dijo papa Canchano―. Hace daño.

Felipe Baza adelantó el paso. A buen ritmo, dos horas son suficientes para llegar a la carretera de Altamirano. Pero ir como ellos, sin hablar, parece, en cambio, cosa de todo el día. Papa Canchano, medio loco, nunca habla. Ni consigo mismo, pensó Felipe Baza.

El aire arrastraba frío por el monte y hacía silbar las ramas. Negros, los árboles tenían vida, movimiento. Felipe Baza no veía, escuchaba la noche. Se fue silbando cuando subieron y bajaron la loma y antes de llegar a Tres Cruces papa Canchano lo calló.

―Vas alarmar a los perros ―dijo.

En Tres Cruces había ganado y perros echados en el camino. Cuando cruzaron, muchos ojos de animales se abrieron y Felipe Baza pensó que eran como los del diablo. Rojos y amarillos. El camino, recto, desaparecía en los cerros de Altamirano. Detrás de ellos también se acumularon los primeros rayos del sol. El cabello de papa Canchano se hizo blanco. Su abuelo, papa Canchano, era un hombre viejo.

La carretera federal estaba negra y limpia y solitaria. Por ambos lados, interminable, conducía al fin del mundo. Ahí, pensó Felipe Baza, debe estar Arcelia. Esperaron. Estaban en cuclillas y vieron volar un zopilote sobre sus cabezas y también lo vieron descender y dar saltos sobre a carretera y picotear las entrañas de un perro muerto. Después, quieto, los miró. Debieron parecer cosa incomprensible allí sentados.

No era el tiempo sino el sol quien se movía. Les quemó la nuca. Papa Canchano, sofocado, resopló dentro de la guayabera. El calor le subía también por los zapatos.

La carretera ardía cuando apareció el camión por el lado de Altamirano. Lento, sin mucho ruido, se detuvo frente a ellos.

Papa Canchano le alargó un billete.

―Es para la ida ―dijo―. Del dinero de las vacas agarras para el pasaje de regreso. ¿Recuerdas el nombre?

―Sí.

―Repítelo.

―¿Qué?

―El nombre.

―Macario Reyes.

―Eso eso; en el mercado cualquiera te va a dar razón de su casa. Súbete.

Felipe Baza parecía alarmado. Distintos colores tenía en la cara.

―No te hará ningún daño el camión ―dijo papa Canchano―. Es como subirse al burro o a la mula o a cualquier cosa. Súbete.

Ni siquiera se despidió. Dio media vuelta, rodeó el camión y tomó el camino a Villa Madero. Una figura pequeña y delgada perdiéndose en el polvo. Eso era papa Canchano a lo lejos.

Nunca había estado encima de un camión ni de nada que no requiriera de cuatro patas para moverse. Rígido en el asiento, con la cara en la ventanilla, miró suceder cerros, cañadas y arroyos. Había recorrido esos mismos terrenos a través de largos días montado en burro. Ahora desaparecían ante sus ojos en cosa de un instante. Después el camino se hizo irreconocible, nuevo para él. Estaba fuera de casa.

Arcelia le pareció como todos los pueblos, como Altamirano o Villa Madero. Hecho de polvo. El camión se movió por calles solitarias, abatidas por el sol. Tibio, el aire se llevaba el silencio y la pesadez de los perros echados a la sombra.

Bajó. En el mercado, concentración de personas, carnes, frutas, verduras y moscas, no supieron darle razón de Leandro Reyes. Dio santo y seña. Nada. Los ancianos movían la cabeza, las mujeres lo miraban desconcertadas y los niños se burlaban. No, nadie lo conocía. Para saber quién es ése.

Después, a mediodía, con el sol justo en su cabeza, recorrió las calles y preguntó casa por casa por aquel nombre que sonaba cada vez más irreal conforme lo repetía su boca. Hasta que un hombre, mostrándole la pistola enfundada en el pantalón, le dijo que se largara. Ya no preguntó más.

La plaza de Arcelia, eran un quiosco y bancas de piedra. Había árboles pelones, inservibles para dar sombra. Sentado, solo, parecía que la plaza había sido construida para Felipe Baza. A lo lejos, vio muchachas volver de la secundaria, hombres y mujeres que cargaban sobre las espaldas o en burros todo aquello que no lograron vender en el mercado. También vio caer la tarde. Las lámparas de la plaza se encendieron. Ahora sí, más que nunca, estaba solo.

Cruzó el mercado y llegó a la terminal. Pero no era una terminal. Una casa de adobe y bancas de madera. Eso era. A las ocho partió el último camión a Altamirano. Se fue sin Felipe Baza.

No fue mucho el tiempo que durmió acostado en la banca. Era dura. Fría. Un hombre, con escoba en mano, lo despertó.

Felipe Baza alzó los pies y lo miró.

―¿Cuándo sale el otro camión para Altamirano? ―preguntó.

―El hombre recargó la barbilla sobre el palo de la escoba. Su cara y sonrisa eran amables.

―Ese que ves allá atrás ―dijo y señaló con la cabeza un camión a su espalda―, sale mañana temprano.

―Felipe Baza miró hacia la oscuridad, hacia cualquier calle. El hombre dijo:

―Parece que va a pasar la noche en Arcelia ―. Y siguió barriendo.

―Y puede que otras más. No tengo ni quinto para el pasaje ―dijo Felipe Baza.

El hombre se detuvo, lo miró y movió la cabeza.

―Eso sí que está cabrón ―dijo.

El hombre se sentó a su lado y prendió un cigarro. Aspiraba con la misma fuerza de su personalidad, tranquilo, y el humo le envolvía la cara.

―De esos cigarros fuma papa Canchano ―dijo Felipe Baza.

El hombre, extrañado, lo miró.

―¿Quién?

―Mi abuelo. Papa Canchano.

―¿Quieres uno?

Felipe Baza extendió la mano pero el hombre alejó la cajetilla.

―¿Qué edad tienes?

―Papa Canchano dice que diecinueve. Pero no sé.

El hombre rió y le dio el cigarro.

Fumaron en silencio. La noche, fría, tenía olor a tabaco. Después de algún tiempo, el hombre dijo:

―Hay un hombre aquí. Paga por favores.

Felipe Baza no entendió. Peló los ojos, grandes.

―Es afeminado, maricón. Paga bien. Dicen ―dijo el hombre. Su cara se deformó en una sonrisa que Felipe Baza pensó era de burla.

Felipe Baza hizo un gesto desconcertado, mudo, después miró su cigarro y lo fumó. El hombre tomó la escoba y abandonó la banca.

―No te ofendas ―dijo―. Fue idea para ayudarte.

El hombre y su sombra se alejaron. Felipe Baza lo vio barrer allí donde no había más que tierra. El hombre y la escoba eran uno solo, moviéndose ambos muy despacio. Felipe Baza se levantó y caminó hacia él. No supo cómo hablarle. Pero el hombre se adelantó.

―Vive por esta misma avenida ―dijo, sin mirarlo, y señaló hacia la oscuridad―. A la tercera calle doblas a tu derecha. Es la primera casa, una colorada. No te pierdes.

Felipe Baza no dijo sí ni tampoco dio las gracias. Dio media vuelta, caminó y sintió la mirada del hombre en su espalda.

―¡Oye! ―Gritó el hombre. Felipe Baza se detuvo pero no se volvió―. Se llama Ulises. Ulises Berrones.

Caminó por calles idénticas a las de su pueblo, negras. Iba a paso largo y los latidos de su sangre le golpeaban la cabeza y lo hicieron sordo ante los ladridos de los perros. Dobló la esquina y la casa apareció. Media colorada, media descolorida. Afuera, en el portón, alumbraba, débil, un foco que parecía devorar la misma noche.

Tocó, la primera vez, tímido. Oyó su propia voz.

―Ulises ―dijo―. Ulises Berrones.

Pegó la cara, el oído, en la puerta. Esperó. Nadie respondió del otro lado.

Tocó con mayor fuerza y llamó de nuevo. Sonó un vació, a casa deshabitada, detrás de la puerta. No, nadie, salvo la noche, contestó.

Envuelto en sus brazos, se sentó bajo el portón. El frío le entraba por la boca, por los huesos, por todos lados. Oía los perros y no parecían tener garras ni dientes ni ojos, sino tan sólo eso: hocico para ladrar.

En un chirrido, lento, el portón se abrió.

―¿Qué hay? ―escuchó Felipe Baza.

Felipe se levantó y miró la cara que asomaba, curiosa, hacia la calle.

―¿Qué quiere? ―dijo Ulises Berrones. Su voz era aguda y no coincidía con el bigotito negro que se movía con la boca grande y tosca. De puto, pensó Felipe Baza, no tiene más que la voz.

―Dinero. Necesito dinero para regresar a mi casa ―dijo Felipe Baza.

La boca de Ulises Berrones se abrió con coqueteo y mostró una sonrisa. Miraba el bulto del pantalón de Felipe Baza.

―¿De dónde es usted? ―preguntó.

―De Villa Madero ―. Ulises Berrones alzó los hombros y Felipe Baza dijo―: Cerca de Altamirano.

Pero Ulises Berrones siguió indiferente o como si Felipe Baza no hubiese dicho palabra alguna.

―¿Y qué puedo hacer por usted? ―preguntó.

La pregunta desconcertó, llenó de dudas a Felipe Baza.

―Me dijeron que usted paga favores ―dijo.

De nuevo no sintió la mirada en él sino donde comenzaban sus pantalones. Ulises Berrones abrió, de lleno, la puerta. Adentro, como afuera, estaba oscuro.

―Pásale ―dijo Ulises Berrones.

La mano tibia, en el hombro, lo llevó por la casa. Luego, la misma mano lo detuvo. Quedó un momento solo. En una esquina, Ulises Berrones prendió una lámpara de petróleo. Cuarto limpio y ordenado, con perfumes. Como habitado por mujer. Felipe Baza vio cómo Ulises Berrones se desvistió muy despacio, para él mismo; después, sentado en el borde la cama, lo llamó y lo atrajo por la cintura del pantalón. Abrió el cierre y metió la mano.

―A ver ―dijo―, ¿qué tenemos aquí?

Felipe Baza lo dejó hacer con calma y sin desprecio. No conocía mujer en la cama, de hecho es probable que jamás haya tocado alguna. Pero tenía experiencia. Lo había hecho con animales, con vacas, burros, incluso con una gallina que mató y que después lo fastidió en sueños. Papa Canchano ni siquiera le preguntó lo que había pasado con la gallina, sólo le dijo que no hiciera cochinadas. Después, en el arroyo, lo hizo con un maricón mudo porque pensó que nadie se iba a enterar. Sin embargo, una hora más tarde, cuando regresó de bañarse, todo el pueblo sabía lo que había hecho con el jotito mudo. En esa ocasión papa Canchano no dijo nada, sólo se acercó a él y le dio en la cara con el puño cerrado. Lo tumbó al suelo.

Tenía, pues, su experiencia. Por eso se sintió viril y con seguridad cuando recostó a Ulises Berrones sobre la cama y lo hizo dar vuelta y lo tomó por la cintura. Movió bien y el tiempo suficiente su cuerpo para que Ulises Berrones gritara y no quedara duda de lo bien que había hecho su trabajo. Después, cuando terminó, se limpió en su ropa y se abrochó los pantalones. Vio a Ulises Berrones esculcar debajo del colchón y Felipe Baza pensó en la cantidad enorme de dinero que debía tener ahí escondido.

Ulises Berrones se dio vuelta y le mostró una pistola. Lo amenazó.

―Ahora me toca a mí ―dijo.

Al día siguiente, muy temprano, cuando llegó a Villa Madero, Felipe Baza tuvo que explicarle a papa Canchano cómo fue que no cobró el dinero de las vacas y también cómo obtuvo la mancha roja en las nalgas del pantalón.

sábado, 5 de septiembre de 2015

El patio de la abuela y el barrer de los años

Aquel patio muy limpio, que mi abuela en tierra caliente barría todas las mañanas, se convertía en arrimados de hojas amarillas, en calcinadas hojas de buganvilias que transparentaban en el pedregal. Sucias aguas arremolinaban hacia la calle, donde pisaban vacas y burros, encausados al potrero. Se venía la tarde, con pizanes desdoblados hacia el sol, que creaban claroscuros, vacíos de luz justo ahí donde revoloteaban los mosquitos. Los chiscuaros pregonaban sus silbidos, acurrucados en franelas de ramas, pero con el aliento suficiente para anunciar la tarde. Corredores de milpas se dejaban caer, suaves, con el calor del viento. Se trataba de la inclinación del sol, un tanto espeso, hacia las llanuras.
Autor: Roberto Bernal


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miércoles, 2 de septiembre de 2015

Ya esta pardeando la vida

Autor: Roberto Bernal
Mi abuela apuntaba con un dedo, al horizonte, que ya era tarde, e iba por una charola donde colocaba las tablillas de chocolate que había puesto a secar en la mañana, pálidas en lo soleado, pero con olor disperso que llegaba, incluso, al borde del pozo de agua. Más tarde prendía el candil, e iba a la cocina y hervía leche para la merienda, con sus manos morenas ocultas entre las oscuridades, donde lo negro, como única plataforma, hacía que la flama del candil se fundiera en chispazos, y donde una ola incierta, de humo, escapaba del fogón. Humo que se desarrollaba en un diámetro pequeño alrededor de la olla, difuminando, así, las láminas del techo, también el rostro de mi abuela, pero que suavizaba, a la vez, los olores a milpa en el patio y el del guayabo junto al lavadero.

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miércoles, 26 de agosto de 2015

Mi abuela

Mi abuela anunciaba las mañanas con un cuchicheo, al que recurrían las gallinas, mientras dispersaba, sobre sus cabezas, granos de maíz con el doble. 

Para el resto de la mañana, me quedaba con ese cuchicheo, que para mí era un terciopelo de hojas que se enganchaban al correr del aire, sin precipicios, sin ecos, tan sólo la suavidad de un habla sereno. Los matices de su voz eran los matices que alargaban el color del ciruelo en su propia rama. Mi viejita, mi abuela, tan callada y tímida, tenía, en su voz, el recorrer de las estaciones, pero solo una, el verano, podía copiar con la lluvia su forma de guardarse las distracciones.

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lunes, 23 de marzo de 2015

El aroma de la comida calentana y sus anhelados recuerdos

De mi abuela no tengo más recuerdo que moviéndose alrededor del fogón. Creo que ese ruido particular, el de la leña introducida en el fogón, entre las cuatro o cinco de la mañana, era el que marcaba el inicio del día, la hora en que todos despertábamos. 

Ahí, en el fogón, había, casi invariablemente, leche bronca, calabaza en piloncillo, café, combas y tortillas. Las formas únicas del cielo resplandecían, entre el humo, para dar forma al rostro de mi abuela y a lo que cocinaba. Así, sin certezas, pueden llegar los alimentos hasta nuestra memoria. Basta probar algo que hace años no lo hacíamos, para hacer un registro incierto de los años pasados, enlazar, digamos, sabores con tiempos que ni siquiera recordábamos. Cada vez que mi madre viene desde Guerrero, espero ansioso los alimentos que trae a casa. Son sabores y olores únicos para mí, reconocibles, a lo cuales estaba habituado y que ahora implican una falta y hasta un lujo. La preparación de estos alimentos está íntimamente ligado a elementos de la zona, a ingredientes particulares de la región e incluso a su temperatura. El uso del horno de barro, por ejemplo, mantiene una vigencia inalterable para la elaboración del “pan de vaqueta” o el pan dulce. La razón no puede ser más que los resultados: este pan sigue tan exquisito y delicado como lo recuerdo.
A la fecha, cuando viajo a mi pueblo, he visto más de una ocasión a cuatro hombres —como lo ordena el canon—, con palas en mano removiendo el piloncillo y la canela y la leche en una cacerola bajo la leña. El trabajo es extenuante, casi ocho horas, hasta que la leche queda tan sólida que ya no es posible removerla más. No hay otra forma de hacer Atole Dulce (Leche dura). En mi región, Tierra Caliente, la permanencia de las tradiciones culinarias están lejos de obedecer a una risible mexicanidad o, peor aún, a un mercado turístico porque simplemente no lo hay. En realidad, el calentano —como nos llaman— no tiene otra posibilidad más que cocinar lo que cosecha y los animales que cría, echar mano de los frutos de la región, incluso de hierbas comestibles. Pero también, por otro lado, guarda un desprecio íntimo por lo que se come en otros lados o en las grandes ciudades. En constante inmigración, viaja con toqueres, gorditas dulces, requesón, semillas de calabaza, tamales de ciruela; desde Estados Unidos piden que les manden un poco de longaniza. Y en un viaje de ida y vuelta, de tiro aguanta el hambre o pide nada más el café.
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domingo, 15 de marzo de 2015

El lenguaje de la cocina calentana

En cada ocasión que nos visita, mi madre, para reconfortarnos, trae consigo alimentos de nuestro pueblo. Como lo hacía mi abuela, mi madre atesora, para el viaje, estos alimentos en servilletas y los acomoda con delicadeza en canastos. 

En el caso de mi abuela ―de origen náhuatl y analfabeta, a quien le hubiera escandalizado las palabras “arte” y “decoración” en relación a la comida―, mucho de su carácter se evidenciaba en la rafia que usaba para envolver, sin adornos y con un nudo preciso, el canasto de comida que nos obsequiaba. Alguna vez mi abuela me mandó a matar a una gallina, me explicó cómo usar el dedo pulgar en el cuello y con la otra mano girar la cabeza del animal. Mi torpeza y compasión hicieron sufrir largo tiempo a la gallina. Mi abuela me disculpó porque yo vivía en la ciudad. Eso, para ella, era razón suficiente para ser chambón. Me quitó la gallina y con un solo golpe del dedo pulgar la desnucó. Pero yo, con aquella muerte prolongada, le había quitado dignidad a la gallina, y de paso le arrebaté los años sencillos y apacibles en el patio, lleno de maíz que mi abuela regaba con el doblado y adonde atraía a
la gallina con un dulce cuchicheo. 
Decía “nance” en vez nanche, “sandilla” en vez de sandía, “cirgüela” en vez de ciruela, de lo cual sus hijos se admiraban y la corregían, pero yo captaba, en su timbre, la evocación y el cariño por la fruta, y la relación íntima y respetuosa con los árboles que todavía habitan su casa. Esa misma inventiva y riesgos del lenguaje, eran naturales en su cocina: incluso en tiempos de pobreza aportaba dignidad a la mesa, porque sabía que tenía un jardín con pinzanes a la mano, y hojas de plátano para barnizarlas de ceniza y preparar tamales nejos. Sabía también que el final de la época de lluvias, cuando todavía apetece el cielo de nublado, habría camaguas (toqueres).
Autor: Roberto Bernal