En cada ocasión que nos visita, mi madre, para reconfortarnos, trae consigo alimentos de nuestro pueblo. Como lo hacía mi abuela, mi madre atesora, para el viaje, estos alimentos en servilletas y los acomoda con delicadeza en canastos.
En el caso de mi abuela ―de origen náhuatl y analfabeta, a quien le hubiera escandalizado las palabras “arte” y “decoración” en relación a la comida―, mucho de su carácter se evidenciaba en la rafia que usaba para envolver, sin adornos y con un nudo preciso, el canasto de comida que nos obsequiaba. Alguna vez mi abuela me mandó a matar a una gallina, me explicó cómo usar el dedo pulgar en el cuello y con la otra mano girar la cabeza del animal. Mi torpeza y compasión hicieron sufrir largo tiempo a la gallina. Mi abuela me disculpó porque yo vivía en la ciudad. Eso, para ella, era razón suficiente para ser chambón. Me quitó la gallina y con un solo golpe del dedo pulgar la desnucó. Pero yo, con aquella muerte prolongada, le había quitado dignidad a la gallina, y de paso le arrebaté los años sencillos y apacibles en el patio, lleno de maíz que mi abuela regaba con el doblado y adonde atraía a
la gallina con un dulce cuchicheo. Decía “nance” en vez nanche, “sandilla” en vez de sandía, “cirgüela” en vez de ciruela, de lo cual sus hijos se admiraban y la corregían, pero yo captaba, en su timbre, la evocación y el cariño por la fruta, y la relación íntima y respetuosa con los árboles que todavía habitan su casa. Esa misma inventiva y riesgos del lenguaje, eran naturales en su cocina: incluso en tiempos de pobreza aportaba dignidad a la mesa, porque sabía que tenía un jardín con pinzanes a la mano, y hojas de plátano para barnizarlas de ceniza y preparar tamales nejos. Sabía también que el final de la época de lluvias, cuando todavía apetece el cielo de nublado, habría camaguas (toqueres).
Autor: Roberto Bernal
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