Mi abuela apuntaba con un dedo, al horizonte, que ya era tarde, e iba por una charola donde colocaba las tablillas de chocolate que había puesto a secar en la mañana, pálidas en lo soleado, pero con olor disperso que llegaba, incluso, al borde del pozo de agua. Más tarde prendía el candil, e iba a la cocina y hervía leche para la merienda, con sus manos morenas ocultas entre las oscuridades, donde lo negro, como única plataforma, hacía que la flama del candil se fundiera en chispazos, y donde una ola incierta, de humo, escapaba del fogón. Humo que se desarrollaba en un diámetro pequeño alrededor de la olla, difuminando, así, las láminas del techo, también el rostro de mi abuela, pero que suavizaba, a la vez, los olores a milpa en el patio y el del guayabo junto al lavadero.
Otras publicaciones: