Había llegado el día. Era mediodía y metió a bañarse. En el tocador
de la casa de su madre esperaba una joven técnica en maquillaje que
tenía la superficie del colchón de la cama llena de menjurjes, frente a
un improvisado tocador que no era más que una desvencijada mesa con un
espejo grande colgado a la pared, que ayudaría a la difícil labor de
transformar en belleza algo casi imposible.
Salió del baño sin
secarse el cabello. Fue al cuarto de sus padres e inmediatamente se
sentó frente al espejo. La joven peinadora comenzó por depilar unas
largas cejas que jamás fueron tocadas para darles forma, aplicó una
crema limpiadora en el áspero rostro refrescándolo después con una
loción de Láncome, alternaba las acciones en la cara con un manicure.
Fue bastante generosa con el corrector de imperfecciones para la piel y
comenzó a sombrear los ojos que también fueron delineados para que se
vieran más expresivos, según le aseguró la maquillista quien al ver el
reloj de la pared comenzó a apresurarse y como pintora de arte abstracto
aplicó rimel, rubor para las mejillas, quitó el excesivo brillo y
delineó los labios con pincel y usó un labial color naranja.
—Ya está, puede ponerse el vestido y la peluca—dijo la joven al momento que recogía todo el conjunto de cremas y maquillajes.
En ese instante, en el corredor de la casa de tejas, sorpresivamente
comenzaron unos redobles de tambor y tambora que junto a sonidos de
trompetas, saxofones y trombones se preparaban para comenzar a tocar.
Junto a ellos se encontraban mujeres haciendo preparativos para
elaborar grandes cantidades de aguas frescas. Unas rebanaban y picaban
sandías, otras hacían trocitos a un montón de piñas y vaciaban
separadamente a grandes tambos de plástico.
Había fiesta en esa
casa y un ajetreo, en el patio había enormes ollas y cazuelas de barro
con caldo de panza y frito, un tambo de metal en donde se cocía la
barbacoa de un becerro sacrificado la noche anterior en ese mismo lugar,
mujeres haciendo tortillas en un improvisado fogón con comal, parte del
paisaje era la gran cantidad de moscas y perros con esperanzas vivas de
tomar desprevenidas a las hacendosas mujeres.
La banda de viento
con estruendo comenzó a tocar y una voz grave cantaba “Viva Dios que es
lo primero, porque Él solo nos iguala, como es justo y verdadero le dio
ciencia a Tlapehuala…”
Llegaban a la casa vecinos y amistades
cargando enormes sandías. Otros, con piñas, tamarindos, melones y bolsas
de azúcar. Por fuera, en la calle, un conjunto musical de moda tenía
instalada toda su parafernalia para hacer su show, enormes bocinas y
costoso escenario. Era un ir y venir de gentes, todo eso observaba Juan a
través de la puerta, tenía puesta ya una peluca de un rubio intenso que
contrastaba con su piel morena y le faltaba vestirse porque aún no
decidía si un vestido completo o una escasa minifalda con blusa. En esa
indecisión observando las prendas, entró al cuarto su esposa que no pudo
contener la risa al verlo.
—Te ves bonita, ja, ja, ja,—dijo entre risas.
Y le apuró a que se vistiera. Afuera se encontraba su galán, listo para
comenzar. Se trataba de un hombre joven, contratado para ser su pareja
en la fiesta religiosa-profana del pueblo, ataviado con un grueso gabán y
un ancho sombrero de palma, complementaban su vestimenta una antiparras
oscuras y un fuste para caballo, unas barbas y bigotes pintadas con
alguna sustancia negra que se desdibujaban con el sudor provocado por el
fuerte calor de las tres de la tarde y el gabán encima.
Juan se
decidió por la minúscula minifalda y una blusa top que permitía ver todo
en su esplendor su abultado vientre, con un ombligo que con seguridad
le cabía el dedo pulgar de un adulto y sobraba espacio.
Por fin
salió del cuarto. Al verlo, todos los presentes regresaban a verlo y
reían, algunos chiflaban como si se tratara de una mujer hermosa. Avanzó
hasta donde estaba su galán dando pasos churriguerrescos, tambaleantes e
inseguros como de niño con pañal abultado y es que las zapatillas lo
sacaban de balance y aún así, agarró la mano a su galán y bajo un
manteado en el patio de la casa, comenzó a zapatear unas rápidas notas
musicales de La tortolita, ante risas de los presentes.
Con
prisas, la madre de Juan le allegó un chicote de ixtle y siguió
zapateando, huyendo como tortolita de tórtolo y se asestaban chicotazos.
Juan sentía una pena especial, le daba vergüenza y no. Vio cómo lo
miraba su hijo de diez años, su esposa Marta, quien llegó con dos
Coronitas bien frías, se tomó la cerveza de un jalón y así se las fueron
trayendo, bailaba con más gusto, las zapatillas ya no le incomodaban,
su galán lo abrazaba y él asumía su rol de pareja femenina.
El
grupo musical comenzó a tocar, ellos salieron a la calle bailando la
canción de El gavilán y después el Chúntaro style, otra parejas
similares recién llegadas se unieron al baile, la gente los rodeaba, les
chiflaban, gritaban “¡voy polla!” Y ellos se repartían chicotazos
bebiendo cerveza tras cerveza.
Alguien avisó que era hora de que
todas las chicoteras de los ocho fiesteros del pueblo se reunieran en el
zócalo, la banda de viento comenzó a tocar para que las chicoteras y
gente comenzaran a caminar rumbo a la plaza, y en cada esquina se
detenían a bailar canciones como La del moño colorado y cumbias
picarescas
Para ese momento, Juan bailaba y miraba a todos como
en cámara lenta, detrás de ellos venía la gente y su familia, su esposa
manejaba la troca del año que se trajo del norte y en la que traía los
grandes tambos de aguas frescas que repartían entre la gente.
En
el zócalo, a un lado del palacio municipal, coincidieron a bailar todas
las chicoteras, gente y más gente, bandas de viento tocando cumbias,
gustos y sones, algunas coincidían con la pieza más solicitada y entre
el gentío, la música tocando “quítate el jum jum, que te lo quiero ver,
qué bonito, qué bonito, vuélvetelo a poner…”
La mayoría de las
chicoteras sufrían los estragos del alcohol, los chicotazos arreciaban,
de entre la multitud jalaban a personas para que bailaran con ellas,
iban de un lado para otro de la plaza ocasionando empujones y pisadas
entre la multitud.
Al momento de estar cerca del templo, a un
costado de la plaza, Juan dejó de bailar, se introdujo al terreno que
ocupa el templo y al llegar a la puerta principal, se arrodilló y
comenzó a recorrer la distancia hasta el altar principal donde se
encuentra la imagen de su patrona del pueblo.
Al llegar ante ella
comenzó a llorar y le dijo que había cumplido su promesa, que fue
motivo de escarnio y burla, pero que con gusto lo hizo y que esperaba le
hiciera el favor de que pasara rápido y sin peligro a los Estados
Unidos, que no lo agarrara la migra. También que a su regreso allá, le
llegara ya su tarjeta de residente para así poder venir más seguido a
verla.
Salió del templo, abrazado de su esposa e hijo. Llevaba en
las manos las zapatillas y la peluca. Llevaba, también, en su mente, la
promesa de regresar el año próximo.