Cielo de suaves tintas cuya gris resolana
platea y diafaniza la inmensidad del río.
El puerto, donde anclaron la neblina y el frío,
tiene una acongojada placidez cotidiana.
El agua cenicienta, del agua azul hermana,
resigna sus quietudes y consuela su hastío
ahora que la quilla salobre de un navío
le cuenta los prodigios de la hondura lejana.
Un resumen de patrias sobre los diques flota,
y mezcla el alma blanca de la nieve remota
al recuerdo del ocre relumbrón tropical.
Un vapor se despide, y en la tarde agorera
parece, al alejarse, que sin rumbo partiera
a un incierto destino misterioso y fatal.
Por Margarita Abella
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