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lunes, 28 de julio de 2025

Leche dura: la tradición que se cuaja en el alma

Leche dura: la tradición que se cuaja en el alma

En la región de Tierra Caliente, cuando el sol comienza a teñir de oro las montañas y los gallos anuncian un nuevo día, los hogares ya se llenan del aroma dulce y tibio de la leche recién ordeñada. Desde generaciones atrás, en nuestra familia se guarda con cariño una costumbre que no solo alimenta el cuerpo, sino también el corazón: la elaboración casera de leche dura.


Mi abuela, con su delantal floreado y sus manos curtidas por los años, era la guardiana de esta tradición. Cada madrugada, antes de que el calor arrebatara el sosiego del día, calentaba la leche en un cazo de cobre, removiéndola lentamente con una cuchara de madera. “La paciencia es el secreto, mijo”, decía, mientras los primeros vapores envolvían la cocina como si invocaran a los recuerdos.

La leche dura se dejaba reposar en moldes improvisados, muchas veces sobre hojas de cueramo que le daban su aroma característico. Con el paso de las horas, se endurecía hasta alcanzar esa consistencia perfecta: ni muy blanda ni demasiado seca. Ideal para comer en ese momento unas tortillas calientes, un café negro y una carne asada con un chile verde recién martajado.

Lo más bello era que nadie comía solo. La leche dura era excusa para reunirnos, para contar historias bajo la sombra del pinzan, del tamarindo o para compartir con los amigos un pedazo de cariño envuelto en sabor.

Hoy, aunque las tiendas ofrecen versiones empacadas y rápidas, en casa seguimos prefiriendo la que hacemos con nuestras manos, recordando a los que ya no están y enseñando a los más chicos que en cada bocado se esconde un pedazo de nuestra historia.

Porque en Tierra Caliente, la leche no solo se toma… también se cuaja con amor.