Había
caluroso azul hasta el pie de las montañas. Abril amanecía con poca
ropa. Principios de arroyos estaban estancados en lama verde. Pocas
lluvias y mucho polvo tenían las coníferas de Villa Madero. Se
arrastraban hasta las nubes los calores. En la curva que anuncia el
caserío de Tlalchapa, el hijo le ofreció un cigarro al padre. Era la
primera vez que fumaba en su presencia. El padre, por su parte, era la
primera ocasión que se montaba en un auto.
Hilos de sol pegaban en el espejo del copiloto. Cegaban al padre. Cerró
un ojo cuando preguntó por los cerillos.
El hijo le ofreció el encendedor del auto.
―Enciéndalo con esto ―dijo.
En el camino había manojos secos de espinos. También huizaches pavorosos
del sol. En transversal, el aire buscaba rutas cálidas. El padre fumaba
y el aire le devolvía el humo a los ojos.
Por la tarde, después de comprar huaraches y agua de horchata,
regresaron a Villa Madero. El hijo tuvo antojo de otro cigarro, tomó uno
y le ofreció otro al padre. El padre aceptó.
―¿Y el encendedor? ―preguntó el hijo.
―¿Cuál encendedor?
―El que le di en la mañana.
―Ah ¿el tizoncito? Lo tire ―dijo el padre.
La carretera estaba torcida con la misma lumbre.
Autor:Roberto Bernal