martes, 28 de abril de 2015

Elogio al lenguaje calentano

Foto: Conjunto Arroyo Grande
Recuerdo que mi otra familia ―de la Costa Grande de Guerrero― se admiraban de que yo había nacido en Tierra Caliente, y decían, despectivos, entre risas, que allá mis paisanos andan con huaraches y sombrerudos. Pero yo, distante de mi tierra, añoraba mi casa, también la perfecta concordancia de la sombra de los árboles con el lenguaje de mi abuelo, quien, al decir pinzán, encierra, en esa sola palabra, un mundo íntimo y privado. Yo advertía, en el lenguaje de mi familia calentana, una relación cuidadosa ―y hasta amorosa― con el entorno que sólo he visto en muy excepcionales regiones. Se trata, sin más, de un lenguaje elemental, que nombra y atrae cosas inmediatas y que tienen relación, por lo general, con el trabajo y la cocina. Este lenguaje, en apariencia parco, no se distrae en lo innecesario; en consecuencia, todo ―incluso las cosas más pequeñas― tiene un nombre y un orden destacado en los quehaceres del día. La expresión dura, por ejemplo, de alinear a la vaca o llamar al toro, es la misma expresión rigurosa del cuerpo con la que se cosecha o se pizca el campo. 


Sin embargo, detrás de ello ―me daba cuenta― hay un gesto auténtico de dulzura y cariño por el animal y el potrero. Los árboles que nombramos, esos mismos donde ponemos ―bajo la sombra de la rama― la silla, la hamaca o la mecedora, se han adherido a la familia, y cuentan de nuestros años y también los de la casa. Los frutos nos hablan del mes del año, y señalan, temporada tras temporada, cuál será la receta del día. Nombramos y esperamos pacientes, como quien va a llegar, las ciruelas, el florecimiento de la calabaza en el potrero, las tormentas que nos dan chipiles y quelites. Vamos al cerro a veneadear, a cazar iguanas, a cortar nanches, y esa expresión, la de ir al cerro, contiene, en realidad, la emoción alegre de combatir con la propia tierra. Pero también nuestro lenguaje, el del calentano, tiene tonos profundos de silencio, esas mismas prolongadas pausas de la tarde en las que sólo se escuchan la vibración del corongoro y el canto del chiscuaro. En lo personal, me atrae el carácter reflexivo en el lenguaje de mis abuelos, su preocupación por no hablar de más y desperdigarse en tonterías. De ese modo, cuando hablan, lo hacen con la verdad, interesados por que cada palabra sustente una filosofía que han elaborado con los años. Lo que emana de ahí, de esas voces, cuando las escucho, es la sensatez.

Autor: Roberto Bernal

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